C. Alejandra Franco, 26 años
Mi abuelita
Mi abuelita solía contarme una y otra vez lo terrible que fue el golpe de Hugo Banzer. Ella había llevado una tarde de agosto de 1971 a mi tío José Luis, que entonces era un niño de 8 años, al dentista. Al salir del consultorio, que estaba por la zona de San Pedro, esperó en vano el colectivo que la llevaría hasta el cruce de villas, en la ladera este de La Paz.
Al final, cansada, decidió bajar caminando hasta la avenida Camacho y de allí hacia el estadio de Miraflores, cuando un policía le dijo: “Señora, qué hace aquí, váyase a su casa, hay golpe de estado”. Con mi tío en brazos, de pronto vio que una persona que iba delante de ella se tiraba al suelo o caía. Comenzaron a escucharse balazos y gritos de la gente que escapaba despavorida. Mi abuelita corrió también y me decía que recordaba como en sueños haber pasado por encima de gente tirada en el piso, “incluso perros”. De pronto vio un taxi y rogó al conductor que parase. El chofer, que también escapaba del caos, la dejó subir y la llevó hasta la calle Pasoskanki. Desde allí, mi abuelita llegó caminando a su casa en Villa Copacabana, que, por suerte, no estaba ya muy lejos; pero seguida por los ruidos de las balas y con la preocupación por sus otros dos hijos: mi mamá y el hermano menor que tenía tres años apenas, aunque estaban acompañados por una empleada.
Al llegar, recordando lo que su propia mamá hacía en las crisis en la mina de Llallagua, donde ella había crecido, y también las revueltas de 1952 en La Paz, que ella vivió siendo muy joven, metió a sus tres hijos bajo la cama, los cubrió con frazadas y colocó colchones en las ventanas, sobre todo en las que daban de frente a Laikakota, el cerro que en esos tiempos, con menos edificios, se apreciaba claramente desde su casa, sobre todo cada Navidad pues allí se erigía un enorme nacimiento, pero que esa vez se volvió un punto de terror.
Mi mamá
Mi mamá tenía alrededor de 10 años, así que no recuerda mucho de lo que pasó ese día, salvo que sintió miedo, muchísimo miedo mientras permaneció temblando bajo la cama y escuchando la voz alarmada de mi abuelita, el vuelo de helicópteros o aviones y el sonido de disparos. Recuerda palabras cruzadas entre su mamá y la empleada, agitadas ambas, recogiendo la ropa del tendedero porque, habrían dicho, “si algo se mueve, los militares disparan desde el aire”.
"Nunca sentí un miedo igual y por eso lo recuerdo", me dice ahora.
Mi abuelo
Él se encontraba trabajando en su oficina ubicada en el centro de La Paz, en la calle Mercado, cuando se enteró del golpe de estado a través de la radio. Alertado por las informaciones, ordenó a los empleados que se retirasen y él hizo lo mismo. Decidió dejar nomás su camioneta en el garaje y optó por caminar hasta la casa. No sé si llamó a la casa para preguntar si su familia estaba bien. Tampoco sé por qué mi abuelita no fue a buscarlo a la oficina para pedirle ayuda. No sé. Él dice que tomó rutas que se le han olvidado, quizás por la calle Sucre; pero llegó a salvo antes del anochecer y sin haberse topado con nada desagradable ese día.